40°28’18.5″N 6°09’31.0″W

«Psique abandonó el inframundo y decidió abrir la caja y tomar un poco de la belleza para sí misma, pensando que si hacia esto, Eros la amaría con toda seguridad. Para su sorpresa del interior brotó un «sueño estigio», o sea un vapor narcótico que sume en la amnesia a los muertos cuando llegan al Hades. Eros, que la había perdonado y seguido en secreto por su aventura, voló hasta su cuerpo y limpió el sueño de sus ojos, suplicando entonces a Zeus y Afrodita su permiso para casarse con Psique. Estos accedieron y Zeus hizo inmortal a Psique. Afrodita, olvidando sus rencores bailó en la boda de Eros y Psique, y fruto de su unión tuvieron una hija llamada Hedoné, la personificación del placer sensual y el deleite.»

(I)

Hace ya algunos veranos me retiro a un Desierto carmelitano para meterme en el silencio. El silencio no es algo que suceda simplemente sin más, sino que hay que invocarlo de algún modo. La invocación resulta más eficaz si uno se aparta del mundo. Y como todo en esta vida, la práctica de la invocación también tiene algún valor. No me permito a mi misma pasar ni un solo día sin practicarlo conscientemente en algún momento. Porque es en silencio como crecí y me configuré; porque esos silencios me llevaron a la literatura, al deporte, al estudio y poco a poco, a la palabra oportuna. Y a fuerza de invocar al silencio voluntariamente, no de soportarlo, se me ha concedido la fuerza para seguir buscando sentido, o incluso para aceptar que muchas cosas simplemente suceden, sin sentido posible.

(II)

Muy a menudo me hallo a mi misma contando historias. Sea en clase, en mi grupo de meditadores, en familia. Un amigo reciente, pero que a mi me parece antiguo y muy conocido,  me ha hecho ver que quizás contar historias no sea algo secundario, sino también una función en el mundo. Y para el mundo.

Etty Hillesum decía que la vida le había regalado muchas historias. Y que a ella le correspondía contarlas a aquellos que quizás no las habían vivido. También lo decía Karen Blixen, Hildegarda de Bingen o Cristina de Pizan. Todas ellas sabían que más allá de la carne, el mundo se construye con la palabra. Y yo sé, que la palabra justa necesita de silencio para nacer. Y también sé que la vida me ha regalado muchísimas historias.

(III)

El otro día, en una merienda anual que hace mucho comparto con dos amigos, me encontré a mi misma relatando el cuento de «mi lugar en el mundo», como si fuera la Blixen en una noche calurosa de Kenia. O la Angelou en una noche también calurosa, al sur del Mississipi. Como geógrafa y cartógrafa, estoy atenta a las coordenadas y los lugares, y  me parece que el teatro de la vida siempre sucede en algún escenario. Y por eso, los lugares me interesan. Sus coordenadas los ubican, y sus formas les dan vida. Todo sucede en algún lugar. Exterior o interior.

Así, el otro día cuando me dispuse a contar, quizás por un curioso efecto provocado por mi viejo-nuevo amigo, me percaté de que sucedía algo curioso. Cuando me puse a hablar, el timbre de mi voz bajó posiblemente media octava en la escala, las miradas de mis amigos se enfocaron de un modo más intenso y me pareció notar que la atención de ese pequeño público se concentraba de un modo particular. El silencio, ese silencio que conozco bien, también cambia de densidad y parece esperar algo nuevo.

El silencio siempre espera un relato que lo llene de verdad y justicia.

Y entonces, cuando empecé a hablar hallé en mí a la mujer que vigilaba el fuego en la caverna, la raptada en alguna tragedia clásica, la bruja quemada en la hoguera, la obrera textil de la Inglaterra victoriana, la que planchó cuarenta años y me crió, y la que murió demasiado pronto.

Y con mi voz, en ese momento más de contralto que de soprano, todas ellas hablaban para contar su cuento. Y expliqué cómo en el desierto de las Batuecas, tras cuatro horas de sentada con la sangha y un poco de comida vegetariana, en el tiempo que estaría destinado al descanso que no me permito, me calzo un sombrero y camino durante una hora bajo un sol de justicia, que en ese instante es cósmica, para llegar hasta mi lugar en el mundo. En ese caminar a más de 35 grados de temperatura extremeña y extrema, me cruzo con algún paseante que busca la sombra y que baja río abajo (!), que es lo que en buena lógica tocaría hacer. Pero yo me empecino en ir al revés. Sé que debo subir y subir para encontrar mi Shangri-la particular. Acostumbrada a no ganar, resistir se convierte en victoria. Y así, subo y subo, huyendo de alguna derrota. Atravieso canchales y bosques de helechos. Me cruzo a menudo con serpientes, pero siempre me acompaña el rumor del río, que aún escondido entre alcornoques y carrascas, es la promesa del instante eterno que me espera. Durante los últimos veinte minutos no sólo invoco al silencio, sino a la soledad. El río Batuecas ha sido secularmente un pequeño paraíso para los habitantes de las Hurdes que buscan en él la diversión y la frescura que el verano les niega. Y por lo tanto es normal que en mi recodo mágico pueda llegar alguien con ganas de refrescarse. Pero yo, venida del Mediterráneo o de cualquier otro lugar en el cosmos, busco en el río Batuecas el silencio y la soledad que me permiten saber quién soy. Así que invoco a la soledad sabiendo que es la otra condición que necesito para dejar de recordar, de pensar, de sufrir y poder simplemente ser.  Sabedora de que a veces, el infierno son los otros. Y por eso subo y subo por un camino cada vez más escarpado para llegar a ese lugar recóndito, donde no hay bañistas, no hay palabras, no hay pensamientos ni recuerdos. No hay lobos. Sólo el agua y yo.

Cuando llego, me desnudo completamente y me sumerjo en el agua plagada de barbos y más serpientes. Mi mente está dispuesta a diluirse, no tanto por el entreno meditativo como por el calor y el cansancio. Y en ese instante, el río consigue lo que por mi propio esfuerzo no puede suceder jamás:  mi cuerpo, el lugar donde lo he aprendido todo, el lugar de la verdadera memoria, también desaparece. Sucede el milagro. El Batuecas es el Jordán donde todo puede volver a comenzar. Y yo ya no estoy.

No hay nada ni nadie.

Solo agua.

Todo está bien; todo es bien.

Y ese instante es eterno.

(IV)

Y entonces vuelvo y miro a los que me escuchan. Y ellos están allí, en el río Batuecas. Y sé que ese instante es íntimo pero también es universal. Porque todo lo íntimo lo es. Sólo hay que desvelarlo.

40 28′ 18, 5»N – 6 09′ 31»W

En esas coordenadas como poco, duermo lo justo, ando mucho e invoco un silencio que siempre me lleva al mismo lugar. En silencio y soledad me conformo y renuevo, cojo fuerzas, al menos mientras fuera de la Sierra de Francia quede alguien esperándome.

Y en ese lugar miro cara a cara a todos mis demonios, para sonreírles de medio lado y darles la espalda una vez más. Hasta la próxima vez.

Eros me espera en Barcelona.

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