Caminar sola, camminare insieme

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Mientras hay pies en los zapatos y una cabeza sobre los hombros, las personas podemos decidir hacia dónde dirigir nuestros pasos. En mi caso, imagino que como en el de muchas personas, ha sido difícil encontrar hacia dónde ir. Ahora me parece que lo sé. Pero en realidad, lo que sé es que con el devenir de la vida a veces hay que reorientar la brújula y modificar un poco o un mucho el destino. Así que, aunque parezca que sabemos hacia dónde vamos, es probable que tengamos que ir modificando el destino una y otra vez. Y posiblemente, hacerlo con alegría sea una buena estrategia.

Al placer que siempre me ha producido caminar, con los años he añadido un matiz al verbo, de tal manera que a la simplicidad del caminar, he añadido la observación de la diferencia entre caminar sola y caminar acompañada.

En mi juventud anduve siempre acompañada. Muchas excursiones y ascensiones en grupo, con compañeros de colegio y monitores, poco mayores que yo. En ese tiempo un jesuita me enseñó el valor del esfuerzo individual, de la superación física, y con el tiempo, cuando el esfuerzo individual ya estaba entrenado, me mostró el valor del servicio a los demás. Pronto dejé de ser acampada para ser monitora. Seguía disfrutando de la ascensión conjunta, pero se añadía el peso de la responsabilidad. Las cosas se ponían difíciles. Empezaba a abandonar la preocupación por mis pasos, para estar atenta a los pasos de los demás. La calidad de mi caminar se había modificado. Había pasado del ensimismamiento a la atención exterior.

Poco después, mi estancia en Rusia me llevó a viajar y pasear sola. Me reencontré con el paseo solitario y me reencontré conmigo misma. En el viaje o el paseo solitario uno no tiene más remedio que encontrarse con el entorno y con uno mismo. No hay escapatoria. Pronto descubrí que el paseo solitario me resultaba imprescindible. Sin el encuentro conmigo misma no podía encontrarme con nadie. Poco a poco destilé la sospecha de que no se puede estar realmente con nadie si antes no se ha estado con uno mismo. Y de ese aprendizaje han transcurrido 25 fecundos años .

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A mediados del mes de julio pude caminar sola por la Sierra de Francia. Caminar sola entre canchales y pinos, escuchando el sonido del agua, atenta a mis propios pasos y a la naturaleza… es una de las formas más poderosas que tengo para descubrir quién soy. En ese caminar descubro que mi yo va mutando. Creo que las personas somos entes que van cambiando mientras pensamos erróneamente que estamos del todo acabados.

No tengo grandes certezas, sino más bien sospechas, intuiciones. Quizás lo más interesante de lo intuido en soledad, es la sensación tensa y dual de ser un todo y una nada. Completa en mi misma y a la vez incompleta, percibo la necesidad de transitar de la soledad a la compañía para dar y recibir. Mi totalidad en realidad se perfecciona cuando me conecto con los demás,  con el mundo, con la naturaleza.  Con lo bello y con lo feo. Pero lo curioso es que sobretodo percibo esa necesidad cuando camino sola. Es en soledad y silencio cuando percibo que soy una parte infinitesimal de algo que me trasciende, de un algo difuso pero real y mundano, sin fronteras claras, pero que existe. El paseo solitario me construye y reconstruye, para que de algún modo el retorno al mundo me pueda deconstruir, y en alguna ocasión, destruir.

En el mes de agosto he caminado acompañada. He recuperado la modalidad de juventud, pero con unas rodillas y un espíritu que ya no pueden ser los de entonces. Esta nueva modalidad de camino en compañía pero sin responsabilidad, me ha agradado especialmente. Simplemente me he dejado llevar, dando un paso tras otro, en peregrinación familiar. Mi compañero y mis hijos han sido la compañía, y creo que mi papel se ha acercado más al de acampada que al de madre o esposa. Me ha gustado por unos días sentir estrictamente el reto físico y dejarme llevar por la belleza del paisaje desconocido, por las inclemencias del tiempo y por la sensación de que la vida, con mayúsculas, requiere de retos de largo recorrido, más cercanos a la épica maratoniana que al esprint contemporáneo. En este caminar irresponsable he descubierto varias cosas.

El año pasado, en la primera edición de nuestro paseo familiar, atravesamos los Alpes desde Suiza hasta Italia. 80 kilómetros y casi 5.000 metros de desnivel acumulado. Este año han sido 109 kilómetros, con menor desnivel, siempre descendente y siempre hacia el sur. En estos 24 meses de reflexión pausada, de pensamiento-sloway, he percibido que la Tierra, ese objeto del que tanto hablo como profesora de geografía, tiene una dimensión humana. Caminable. Se pueden atravesar los Alpes a pie en cuatro días. Se puede recorrer todo el Valle de Aosta y llegar al Piamonte en cuatro días más. En 10 días a tempo humano se puede atravesar una gran frontera natural; se puede pasar del ordenado carácter suizo, al también ordenado y peculiar carácter valdostano, para, poco a poco observar como de los verdes-casi-negros abetos se llega a los amarillentos robles y las dulces vides. Tan sólo en una semana la Tierra nos ha ofrecido escenarios diversos, todos bellísimos, todos mostrando algo de la relación entre el hombre y su entorno. La dimensión humana y caminable de la Tierra la ha vuelto humana a mis ojos, y de esa humanidad surge un nuevo respeto, por su cercanía, por su nueva-para-mí pequeña dimensión.

En nuestro caminar lento hacia el sur he aprendido otra cosa. Poco a poco, a medida que el territorio perdía su inclinación y el clima se atemperaba, la huella del hombre se iba intensificando. Muy sutilmente, casi a cada paso, iba sintiendo cómo la presencia humana era más y más transformadora. El viaje al sur también era un viaje en la historia. Si en el alpino Paso del Gran San Bernardo durante 6 meses al año sólo viven dos docenas de monjes envueltos en nieve y oración, en el Piamonte actual viven cuatro millones de personas. Hemos pisado calzadas romanas, atravesado maravillosos puentes construidos en el siglo I a.C. , y también hemos cruzado autopistas y vías de tren que soportan la Frecciarossa, el rojísimo tren de alta velocidad italiano. Ha sido en ese contraste temporal en el que me he preguntado dónde queda la reflexión sobre el cuidado del entorno. Nunca como hoy el hombre puede ser más transformador, y sin embargo me ha parecido que falta reflexión, respeto y reverencia por un planeta que al fin y al cabo nos sostiene, nos da pie, nos permite caminar…sobre él. Thich Nhat Hanh, maestro budista  dice «camina como si besaras la Tierra con tus pies». Ese pensamiento me ha acompañado estos días, y siento que así será en el futuro, independientemente del destino del viaje.

Y el último (?) de los aprendizajes ha sido el que tiene que ver con las dos modalidades de mi caminar. He observado cómo la combinación de soledad y compañía, pero también de silencio y palabra, acción y contemplación configura una receta valiosa para vivir con sentido. Hay en la receta una cierta tensión que obliga a oscilar entre la paz de la soledad y el esfuerzo de la convivencia. Pero es en la convivencia donde he constatado el valor de la soledad; es en el caminar juntos donde fructifica el valor del silencio. Es en la tensión entre el deseo y la obligación donde hallo la vereda de mi vida. Y me gustaría seguir esa vereda como si en cada acto besara al mundo entero, como si en cada paso besara la Tierra con mis pies. Y a los que camináis conmigo, también.

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