Guerra y metáfora

Un ciudadano formado y crecido en democracia debería tener por costumbre sospechar del poder. No porque no sienta el poder como algo necesario, sino porque conoce de su poder transformador en quien lo ejerce. La carne humana es débil, muy falible. Sólo unos pocos, poquísimos en realidad, pueden contemplar esa debilidad. Y contemplándola, amarla para trascenderla de algún modo. Hablo de Mandela, de Luther King y también de Greta. Aunque hay quien ve tras ella alguna sombra en forma de intereses familiares, lo que ella dice incorpora un bien mayor para la Humanidad entendida globalmente.

Corren tiempos difíciles en los que aflora mucha debilidad. Quizás porque en realidad no somos ciudadanos realmente formados, e incluso no hemos crecido en verdadera democracia. No en su acepción clásica. Votamos cada tanto, y volvemos a lo nuestro, pensando erróneamente que de lo colectivo ya se ocupará otro. Eso es sólo una parte de lo que significa ser ciudadano.

Pero aún con nuestra debilidad, la Humanidad, como un ente vivo y global sigue luchando por sobrevivir. Eso es lo que hacen los seres vivos.

No olvidemos que el COVID es un virus. Y Strictu sensu, en términos biológicos, un virus no es un ser vivo. Es un agente infeccioso acelular que sólo se multiplica dentro de las células de organismos vivos. Así, los vivos luchamos contra algo que no está vivo. Pensad en eso un minuto. O un poco más si lo necesitáis,  para reconfigurar bien dónde debemos apuntar.

Y además de luchar contra algo no-vivo, como especie aún nos quedan otras batallas que librar. La inconsciencia, el egoísmo, el no sentirnos tribu, la falta de respeto por la tierra que pisamos, la brutal desproporción en el acceso a los recursos (limitados!), la falta de respeto y cuidado por los más débiles, y finalmente, la falta de respeto contra nosotros mismos. Los términos bélicos, poco afines a la posmodernidad líquida, forman parte de nuestra historia como especie, y por si acaso, añado la cita de Paul de Kruijf, y su libro «Cazadores de microbios» donde se recoge la lucha del hombre contra todos los patógenos que a lo largo de la Historia nos ha acogotado, desde la peste, al cólera, el sarampión, el SIDA y claro que sí, también el COVID-19. Somos cazadores, luchadores en un ecosistema tensionado en exceso. Pero el virus no sabe de libros, ni de palabras, ni de metáforas. Le importan un carajo. Así que nos tendremos que poner de acuerdo en qué batallas queremos libras y cuáles vamos a obviar.

Desde que bajamos de los árboles, a los que subimos huyendo de una sabana llena de carnívoros, luchamos como especie para mejorar nuestras condiciones de vida. Y con los años, y muchísmos esfuerzos de los que nos han precedido, nuestras condiciones de muerte.

Ante las puertas de esta pandemia, hay que mantener las manos limpias, los pies firmes y el pensamiento elevado.

Primero pensamos en nosotros mismos, luego en los que tenemos cerca (la familia, los vecinos, los amigos). Pero no paremos ahí. El barrio, mi ciudad, mi continente, el mundo entero. Evito expresamente hablar de los Estados-nación, una convención surgida en la Edad Moderna, que a día de hoy puede ayudar en lo logístico, pero no tanto en lo Humano con mayúscula. Pero hay que pensar en todos esos círculos y actuar consecuentemente.

Desde mi bonito piso en una bonita ciudad pienso en los Bush y la Texaco, en la fortuna de Putin. Pienso en la familia real de Arabia Saudí. Pienso en los brokers del mundo entero.  No puedo no pensar en todos los refugiados del mundo, en todas las mujeres de la historia y en las que hoy son mis compañeras, y vuelvo a mi ciudad pensando en el vagabundo que duerme en el portal. Pienso en las densas ciudades de la India y en Elon Musk y su colegio para sus hijos y unos pocos amigos. Pienso que en general vivimos en un mundo bastante dislocado, pero persisto en mirar a la Humanidad con la esperanza de los grandes maratonianos. A veces hay que ir al esprint, pero esto es una carrera de muy largo recorrido.

Como historiadora repaso implacablemente los datos que conozco, y vuelvo una vez y otra, a los felices años 20. Los de hace cien años.

Tras la Primera Guerra Mundial, y la pandemia de gripe española que se llevó por delante a más de 60 millones de humanos, llegó la década de mayor crecimiento económico absoluto de toda la historia. El fin de la guerra nos legó el estrés post-traumático como concepto, y de paso un escenario de reconstrucción de un continente, Europa, sin precedentes. En esos años se forjaron vía créditos, obras públicas y producción fabril, algunas de las grandes fortunas que llegan hasta nuestros días. Y en esa orgía de crecimiento, la semilla de la especulación arraigó bien fuerte. Todo el mundo quería enriquecerse. Rápido. Todo el mundo compraba y vendía acciones, en un mercado poco o nada regulado. Y así llegó el Crack del 29, la pobreza, el paro, el hambre y el populismo. En ese caldo crecieron Mussolini, Hitler y el nacionalismo de esos estados modernos con sus fronteras y su afán de repartirse las riquezas del mundo. Alemania se había quedado fuera del reparto colonial y quería su trozo del pastel. Golosina envenenada para la Humanidad entera. Identidad, ejército, poder, recursos y mercados. La 2a Guerra Mundial, la Guerra Fría, la de Corea, la de Vietnam, la de Afghanistan, la de Irak y señoras y señores, estamos ya en Siria. La guerra de los datos, aquí y ahora. Hola, soy la historia llamando a su puerta.

Venimos de muy lejos y muy atrás. Pero no deberíamos ir a ninguna parte sin preguntarnos cómo y con quién. Cómo queremos seguir yendo. De qué manera.

Yo no voy a ninguna parte si no es con ciudadanos solidarios, conscientes de que cada acción forma parte de un escenario muchísimo mayor, vasto y complejo, pero del que queramos o no, formamos parte.

Lavaos las manos, sed prudentes; sed pacientes; sed amables. Colocaos en los zapatos del otro antes de hablar. Y antes de hacer. Vivir es un verbo para honrar. Y pensar es un verbo necesario.

Juntos vamos más lejos. Y también vamos mejor. Respirad. Respirad hondo.

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40°28’18.5″N 6°09’31.0″W

«Psique abandonó el inframundo y decidió abrir la caja y tomar un poco de la belleza para sí misma, pensando que si hacia esto, Eros la amaría con toda seguridad. Para su sorpresa del interior brotó un «sueño estigio», o sea un vapor narcótico que sume en la amnesia a los muertos cuando llegan al Hades. Eros, que la había perdonado y seguido en secreto por su aventura, voló hasta su cuerpo y limpió el sueño de sus ojos, suplicando entonces a Zeus y Afrodita su permiso para casarse con Psique. Estos accedieron y Zeus hizo inmortal a Psique. Afrodita, olvidando sus rencores bailó en la boda de Eros y Psique, y fruto de su unión tuvieron una hija llamada Hedoné, la personificación del placer sensual y el deleite.»

(I)

Hace ya algunos veranos me retiro a un Desierto carmelitano para meterme en el silencio. El silencio no es algo que suceda simplemente sin más, sino que hay que invocarlo de algún modo. La invocación resulta más eficaz si uno se aparta del mundo. Y como todo en esta vida, la práctica de la invocación también tiene algún valor. No me permito a mi misma pasar ni un solo día sin practicarlo conscientemente en algún momento. Porque es en silencio como crecí y me configuré; porque esos silencios me llevaron a la literatura, al deporte, al estudio y poco a poco, a la palabra oportuna. Y a fuerza de invocar al silencio voluntariamente, no de soportarlo, se me ha concedido la fuerza para seguir buscando sentido, o incluso para aceptar que muchas cosas simplemente suceden, sin sentido posible.

(II)

Muy a menudo me hallo a mi misma contando historias. Sea en clase, en mi grupo de meditadores, en familia. Un amigo reciente, pero que a mi me parece antiguo y muy conocido,  me ha hecho ver que quizás contar historias no sea algo secundario, sino también una función en el mundo. Y para el mundo.

Etty Hillesum decía que la vida le había regalado muchas historias. Y que a ella le correspondía contarlas a aquellos que quizás no las habían vivido. También lo decía Karen Blixen, Hildegarda de Bingen o Cristina de Pizan. Todas ellas sabían que más allá de la carne, el mundo se construye con la palabra. Y yo sé, que la palabra justa necesita de silencio para nacer. Y también sé que la vida me ha regalado muchísimas historias.

(III)

El otro día, en una merienda anual que hace mucho comparto con dos amigos, me encontré a mi misma relatando el cuento de «mi lugar en el mundo», como si fuera la Blixen en una noche calurosa de Kenia. O la Angelou en una noche también calurosa, al sur del Mississipi. Como geógrafa y cartógrafa, estoy atenta a las coordenadas y los lugares, y  me parece que el teatro de la vida siempre sucede en algún escenario. Y por eso, los lugares me interesan. Sus coordenadas los ubican, y sus formas les dan vida. Todo sucede en algún lugar. Exterior o interior.

Así, el otro día cuando me dispuse a contar, quizás por un curioso efecto provocado por mi viejo-nuevo amigo, me percaté de que sucedía algo curioso. Cuando me puse a hablar, el timbre de mi voz bajó posiblemente media octava en la escala, las miradas de mis amigos se enfocaron de un modo más intenso y me pareció notar que la atención de ese pequeño público se concentraba de un modo particular. El silencio, ese silencio que conozco bien, también cambia de densidad y parece esperar algo nuevo.

El silencio siempre espera un relato que lo llene de verdad y justicia.

Y entonces, cuando empecé a hablar hallé en mí a la mujer que vigilaba el fuego en la caverna, la raptada en alguna tragedia clásica, la bruja quemada en la hoguera, la obrera textil de la Inglaterra victoriana, la que planchó cuarenta años y me crió, y la que murió demasiado pronto.

Y con mi voz, en ese momento más de contralto que de soprano, todas ellas hablaban para contar su cuento. Y expliqué cómo en el desierto de las Batuecas, tras cuatro horas de sentada con la sangha y un poco de comida vegetariana, en el tiempo que estaría destinado al descanso que no me permito, me calzo un sombrero y camino durante una hora bajo un sol de justicia, que en ese instante es cósmica, para llegar hasta mi lugar en el mundo. En ese caminar a más de 35 grados de temperatura extremeña y extrema, me cruzo con algún paseante que busca la sombra y que baja río abajo (!), que es lo que en buena lógica tocaría hacer. Pero yo me empecino en ir al revés. Sé que debo subir y subir para encontrar mi Shangri-la particular. Acostumbrada a no ganar, resistir se convierte en victoria. Y así, subo y subo, huyendo de alguna derrota. Atravieso canchales y bosques de helechos. Me cruzo a menudo con serpientes, pero siempre me acompaña el rumor del río, que aún escondido entre alcornoques y carrascas, es la promesa del instante eterno que me espera. Durante los últimos veinte minutos no sólo invoco al silencio, sino a la soledad. El río Batuecas ha sido secularmente un pequeño paraíso para los habitantes de las Hurdes que buscan en él la diversión y la frescura que el verano les niega. Y por lo tanto es normal que en mi recodo mágico pueda llegar alguien con ganas de refrescarse. Pero yo, venida del Mediterráneo o de cualquier otro lugar en el cosmos, busco en el río Batuecas el silencio y la soledad que me permiten saber quién soy. Así que invoco a la soledad sabiendo que es la otra condición que necesito para dejar de recordar, de pensar, de sufrir y poder simplemente ser.  Sabedora de que a veces, el infierno son los otros. Y por eso subo y subo por un camino cada vez más escarpado para llegar a ese lugar recóndito, donde no hay bañistas, no hay palabras, no hay pensamientos ni recuerdos. No hay lobos. Sólo el agua y yo.

Cuando llego, me desnudo completamente y me sumerjo en el agua plagada de barbos y más serpientes. Mi mente está dispuesta a diluirse, no tanto por el entreno meditativo como por el calor y el cansancio. Y en ese instante, el río consigue lo que por mi propio esfuerzo no puede suceder jamás:  mi cuerpo, el lugar donde lo he aprendido todo, el lugar de la verdadera memoria, también desaparece. Sucede el milagro. El Batuecas es el Jordán donde todo puede volver a comenzar. Y yo ya no estoy.

No hay nada ni nadie.

Solo agua.

Todo está bien; todo es bien.

Y ese instante es eterno.

(IV)

Y entonces vuelvo y miro a los que me escuchan. Y ellos están allí, en el río Batuecas. Y sé que ese instante es íntimo pero también es universal. Porque todo lo íntimo lo es. Sólo hay que desvelarlo.

40 28′ 18, 5»N – 6 09′ 31»W

En esas coordenadas como poco, duermo lo justo, ando mucho e invoco un silencio que siempre me lleva al mismo lugar. En silencio y soledad me conformo y renuevo, cojo fuerzas, al menos mientras fuera de la Sierra de Francia quede alguien esperándome.

Y en ese lugar miro cara a cara a todos mis demonios, para sonreírles de medio lado y darles la espalda una vez más. Hasta la próxima vez.

Eros me espera en Barcelona.

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La balsa del Medusa

 

1580 1 Gericault-La balsa de Medusa 1818-19-Museo Louvre-Tamaño reducido y retocado
Le Radeau de la Méduse, Théodore Géricault, 1819

En 1814, tras el fin del Imperio Napoleónico, las naciones europeas iniciaron el período conocido como Restauración. Las fronteras y las nacionalidades se agitaban y movían, dando paso a futuras revoluciones y nuevos Estados, que a su vez pusieron las bases de la Europa Moderna. Las veleidades revolucionarias iban quedando lejos, y los grandes imperios imponían de nuevo sus leyes.

En 1816 Inglaterra devolvía el territorio correspondiente al actual Senegal a Francia. Francia, bajo el reinado de Luis XVIII, enviaba una de sus más gloriosas fragatas a recuperar el importante puerto en un acto de colonialismo y grandeur.

Se designó como capitán a Hugues de Roy de Chaumereys, un noble advenedizo y ultra monárquico, que no conocía el olor del mar y las tablas de un barco desde hacía más de 20 años. Su carrera había consistido en ir de despacho en despacho solicitando favores usando su condición de privilegiado.

Con este personaje dirigiendo el viaje pronto llegaron los problemas. El Méduse, que así se llamaba el barco, navegó a todo trapo frente a las costas de Mauritania hasta que embarrancó en un banco de arena, haciendo caso omiso de las indicaciones de los dos barcos que lo acompañaban. Si bien en un primer momento parecía que podrían sacar la fragata de la situación, los vientos de poniente iban adentrando más y más la fragata y a sus ocupantes en la tragedia.

Unas horas más tarde, de Roy decidió que debían abandonar la nave. Así, el capitán junto al nuevo gobernador de Senegal y su familia y la mayor parte de los oficiales ocuparon los 5 botes salvavidas existentes. Se hallaban a 60 millas de la costa, y parecía que si los vientos eran favorables lograrían salvarse. Sin embargo,  147 hombres no cabían en los botes, así que construyeron una balsa con los mástiles de la ex-rampante fragata.

balsa del Meduse

Se acordó que los botes salvavidas arrastrarían a la balsa, unidos por cabos y sogas. Sin embargo, en un acto de cobardía inconfesable, en unas pocas horas los cabos fueron cortados, y los 147 tripulantes pasaron a convertirse en náufragos abandonados a su suerte.

Navegaron a la deriva durante 13 días. En esos días, 119 hombres murieron de hambre, sed o desesperación. Muchos se suicidaron tirándose al mar. Los 28 supervivientes recurrieron al canibalismo para sobrevivir; algunos enloquecieron para siempre y otros quedaron gravemente enfermos. Sin embargo, como en tantas otras ocasiones a los largo de la historia, unos pocos se sostuvieron y pudieron contar su descenso a los infiernos, con la intención de mostrar al mundo la ignominia y vergüenza de aquel capitán, y todo lo que él representaba.

Cuando los supervivientes llegaron a las costas de Senegal, rescatados por el Argus, supieron que nadie había informado de la deriva de la balsa, eliminando así la posibilidad de un rescate, y asegurando también que no hubiera  una acusación deshonrosa. Los afectados, al volver a Francia y explicar lo sucedido, fueron apartados de sus cargos, mostrando a la posteridad la bajeza del Estado francés y sus mecanismos de poder. Pero su historia ya había pasado a la posteridad.

El Romanticismo trajo consigo la voluntad de documentar los sucesos, que en una secuencia intensísima se iban sucediendo en Europa, uno tras otro. La realidad pedía ser explicada, y la aventura de la Méduse, mucho más. Eran muchos los artistas que buscaban documentar la realidad, y verdaderamente había muchas realidades que contar.

Théodore Gericault era un joven pintor, que necesitaba hacerse famoso. Con 27 años, se encerró en su estudio con su ayudante durante varios meses. Recogió cadáveres en la morgue de Paris para conseguir reflejar fielmente el aspecto de la carne muerta. Construyó una réplica a tamaño real de la balsa, e inició la creación de una obra de arte que ha llegado hasta hoy sin perder un ápice de su actualidad. Se entrevistó con varios supervivientes. Varios amigos y conocidos posaron para él.

Experimentó con el uso del betún, con el fin de lograr superficies tan oscuras, tan negras, que no reflejaran ningún tipo de luz. Quizás intentado emular la oscuridad del alma del capitán de Roy. Y también la oscuridad de un sistema que utilizaba el poder para tapar los errores de sus miembros más corruptos.

Géricault colocó a un hombre negro en la cúspide de la pirámide compositiva de su obra. El hombre negro es el que aún conserva fuerza para agitar un trapo ante el Argus, que se ve como un pequeño punto en el horizonte, y que tardó 24 horas en ver a los supervivientes. La esclavitud y la Restauración quedaban denunciadas en una obra tan magnífica como terrible.

He podido observar en tres ocasiones esta obra en el Museo del Louvre. Cada vez que la observo siento con mayor profundidad la oscuridad del episodio. Y lo cierto es que a día de hoy, no tengo que esforzarme demasiado para comprobar que hay que seguir denunciando a los cobardes, a los Estados, a todas las instituciones que hoy por hoy siguen dejando naufragar los ideales de la fraternidad. 

Mientras, yo sigo explicando historia a mis alumnos.

Nihil novum sub solem

http://www.elpunt.cat

Imagen de un rescate de Proactiva Open Arms. @CAMPSOSCAR

Pessoadas

trinidad pessoana

El otro día un compañero de trabajo quiso presentar a los alumnos de mi clase de historia la figura y obra de Fernando Pessoa. Nosotros en las clases de historia hablamos de la pobre participación de Portugal en la Primera Guerra Mundial y de la situación de nostalgia imperial y política convulsa, mientras Bertran R. nos presentaba a un hombre mitad misterio, mitad poesía, que se dividió o multiplicó (según se mire) en 72 heterónimos. El acto heroico de la situación consistió en presentar un autor del todo inabarcable en dos sesiones de una hora. Pero como en esta vida limitada estamos condenados a los placeres efímeros me pareció que dos horas eran muchísimo más que nada. Y en un blog titulado Gratitudine solo cabe agradecer el gran esfuerzo de Bertran por introducir a los adolescentes en los vericuetos de la vida y la literatura en un espacio y tiempo limitadísimos.

Pero lo más interesante para mí, más allá del disfrute que significó asistir de nuevo a una clase de literatura, fue la lectura que pude hacer de alguno de los escritos de Pessoa, hallando en él un auténtico contemplativo contemporáneo. Hay un refrán ruso que dice: «Si vas con un martillo en la mano, todo te parecerá un clavo», así que yo, que llevo tres años leyendo a contemplativos de todas las épocas y tradiciones, desde la sufí hasta la cristiana medieval, hallé en Pessoa un trasunto de místico moderno.

Pessoa afirma de Bernardo Soares, autor del «Libro del desasosiego» (sólo el título ya indica la necesidad de una búsqueda):  «Bernardo es un semiheterónimo porque no siendo su personalidad la mía, es no diferente de la mía, sino una mutilación de ella. Soy yo, menos el raciocinio y la afectividad». La última frase de esa descripción es la perfecta definición de la aspiración de un contemplativo. La desnudez del yo tras el abandono del pensamiento y la emoción. Ese «soy yo, sin raciocinio ni emoción» se puede interpretar como una cristalización posible de una forma particular de saudade, pero cabe también interpretarla como la búsqueda de alguna verdad duradera tras todos los velos del ego y la cultura.

Pessoa-Soares escribe: «He nacido en un tiempo en que la mayoría de los jóvenes habían perdido la creencia en Dios, por la misma razón que sus mayores la habían tenido: sin saber por qué. Y entonces, porque el espíritu humano tiende naturalmente a criticar porque siente, y no porque piensa, la mayoría de los jóvenes ha escogido a la Humanidad como sucedáneo de Dios. Pertenezco, sin embargo, a esa especie de hombres que están siempre al margen de aquello a lo que pertenecen, no ven sólo la multitud de la que son, sino también los grandes espacios que hay al lado. Por eso no he abandonado a Dios tan ampliamente como ellos ni he aceptado nunca a la Humanidad. He considerado que Dios, siendo improbable, podría ser; pudiendo, pues, ser adorado; pero que la Humanidad , siendo una mera idea biológica, y no significando más que la especie animal humana, no era más digna de adoración que cualquier otra especie animal. Este culto de la Humanidad, con sus ritos de Libertad e Igualdad, me ha parecido siempre una resurrección de los cultos antiguos, en que los animales eran como dioses, o los dioses tenían cabezas de animales.»

Es evidente que habita en Pessoa un místico en las formas. Pero un místico sin fe (como le define Andrés Ordóñez), capaz de observar los laterales de la multitud, de hallar espacios para el silencio y la contemplación y de aceptar a Dios sin aceptar del todo a la Humanidad, en una brutal contorsión intelectual. Muy capaz de observar la multitud en la que está inserto así como de explorar su propia interioridad de forma incansable, para no llegar a ninguna conclusión. Muy capaz de reducir la Humanidad a una mera idea biológica, para posteriormente ahogar idea y humanidad en el alcohol y el desasosiego.

Espero que los alumnos hallaran en la convivencia, en la generosidad de Bertran y en el gusto por la literatura una muestra de la validez de la búsqueda persistente de sentido. Y aunque no apareció en la clase, también es de Pessoa esta gran verdad:

«Después de todo, quién soy yo cuando no juego?»

Gràcies Bertran!

 

 

 

La acacia del límite

El otro día un amigo querido, me comentaba que lo importante no sólo es escribir mínimamente bien, sino y sobretodo, saber qué escribir. Reflexionaba sobre la literatura como una dimensión tan válida y real como la realidad misma. ¿Quien puede negar que lo que pensamos, imaginamos o escribimos es menos real que lo que vemos con los ojos?

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«Hace mucho tiempo vivía en la sabana una joven gacela. Era una gacela pequeña, de apariencia nerviosa que se desplazaba por los verdes prados dando gráciles saltitos. Vivía en un enorme grupo de gacelas que se relacionaban en general de forma amistosa. Las relaciones entre ellas sólo se tensaban cuando en tiempo de sequía escaseaba la hierba para comer. Las gacelas tendían a hablar mucho y se escuchaban poco, con una excepción. Cada día una de ellas era la encargada de vigilar a los leones, y si esa gacela daba la señal de aviso, entonces se hacía un perfecto silencio que siempre iba seguido de la huida de todas ellas en una dirección determinada.  También había para ellas otro momento delicado. Cuando se acercaban al río para beber debían estar alerta por si algún cocodrilo decidía almorzar la tierna carne de alguna gacela joven o la más reseca de una gacela muy vieja. En el río el mecanismo era el mismo, una gacela vigilaba y las otras bebían confiadas en la que vigilaba.  En general la vida de las gacelas no era difícil sino mas bien amable, llena de un gregarismo simple y agradable. Pero nuestra joven gacela sentía la necesidad de explorar el límite de la sabana. Allí en el límite, donde se ponía el sol se hallaba la selva, que se llenaba de sonidos mientras en la sabana se hacía el silencio. La gacela se sentía atraída por aquella oscuridad húmeda y llena de sonidos, y sentía cierto hastío ante la horizontalidad simple de su sabana natal. Así pues un buen día decidió que se adentraría en la selva. Lo comentó con las gacelas más cercanas que mostraron con toda la razón el sinsentido de su deseo. Pero por más que la avisaron de los peligros de su decisión, no consiguieron que ella cambiara de opinión. La gacela era tan grácil como tozuda. Así pues, una tarde al final de la temporada de lluvias, la gacela se alejó del grupo y se adentró en la selva. La selva, oscura y fría no se parecía en nada a su sabana conocida. Todos los animales con los que se cruzaba la miraban extrañados y con desconfianza. En la selva había pocas especies gregarias y ninguna gacela. Cada escarabajo, cada ave, cada mono parecía vivir solo, y desde esa soledad miraban a la intrusa. La gacela se fue adentrando más y más en la selva hasta que llegó a un pequeño claro en el que había cinco animales reunidos en círculo. Cuando la oyeron llegar dejaron de hablar, y como no podía ser de otro modo, la miraron con desconfianza. La primera en hablar fue una bellísima y elegante pantera negra.

– ¿Acaso te has perdido? ¿qué hace una gacela tan joven paseando sola por la selva?

La gacela en realidad no entendió el sentido oculto de la pregunta y simplemente contestó que quería conocer la selva. El mono, uno de los cinco animales de aquel curioso círculo, le contestó que se quedara con ellos. Que allí poco a poco entendería el funcionamiento de la selva. La gacela se quedó cerca del claro y cada noche se acercaba al círculo para escuchar las conversaciones de los cinco animales. En el Conciliábulo, que así se llamaba el grupo, se comentaban las últimas novedades de la selva e incluso a veces se explicaban cosas que sucedían en la sabana. La gacela escuchaba con atención pero no participaba. Con el tiempo los del Conciliábulo se acostumbraron a su compañía y la trataban con menor desconfianza. A ella le sorprendía sin embargo que los animales del Conciliábulo no se trataban como ella había tratado a sus compañeras gacelas. Siempre flotaba en el ambiente un cierto recelo; sus miradas parecían esconder algo que para la gacela resultaba una incógnita. El tiempo fue pasando y la gacela y el enorme tigre de bengala que era el cuarto animal del círculo se fueron haciendo amigos. Al tigre le gustaba la inocencia de la gacela y los saltitos que daba para superar las raíces de los enormes árboles del pan. La gacela apreciaba los larguísimos silencios del tigre y sus grandes patas acolchadas que permitían a la enorme bestia pasar desapercibida en sus cacerías nocturnas. Era sabido que el tigre era un cazador feroz pero justo y que sólo mataba para comer o para impartir justicia. Ese era su verdadero papel en la selva. Impartía una justicia rápida que para un animal de la sabana se hubiera descrito mejor como venganza felina. 

Así pasaron varias estaciones y la gacela y los cinco animales del claro se reunían cada noche en su cauta tertulia. Sin embargo una noche en el Conciliábulo se habló de dispersarse. La estación seca había sido excepcionalmente larga y cada animal, que estaba en el Conciliábulo representando a su especie, expuso su situación. La serpiente explicó que, unos quilómetros al este había una charca que podía servir para ellas, las serpientes. Dijo que la decisión del grupo de serpientes ya estaba tomada y que en realidad ella era la última en dirigirse hacia allí. El ave del paraíso fue la siguiente en hablar y expuso que ellas también irían hacia el este, pero con la firme intención de volver en cuanto las lluvias se iniciaran. El orangután explicó que en su grupo habían debatido largamente qué era lo mejor. Los orangutanes habían vivido en la sabana hacía mucho tiempo pero la amenaza de los leones les llevó en la antigüedad a adentrarse en la selva. Sabían que en el río había agua y la decisión final había sido dirigirse hacia la sabana, aun conociendo los peligros que corrían. La pantera negra dijo que ella también iría al este sin dar demasiadas explicaciones. El tigre simplemente se levantó y se fue silenciosamente hacia el este. La gacela no dijo nada porque ella no estaba en el Conciliábulo representando a nadie más que a ella misma. 

Así pues, la gacela se quedó sola en el claro de la selva. Por las noches subía a una acacia para dormir, como le habían enseñado los miembros del Conciliábulo. En la selva no se podía dormir en el suelo como en la sabana. Había demasiados insectos. Los días pasaban y no llovía, pero ella comía frutos y aprovechaba el rocío que todavía aparecía sobre las hojas en la madrugada. 

Una noche, cerca del claro reapareció la elegante pantera negra. Su mirada era más amarilla y recelosa que nunca. La pantera había adelgazado mucho y su pelaje negro había perdido su brillo. Cautamente se acercó a la gacela que ya estaba bajando de su acacia para recibirla. Sin mediar palabra la pantera se abalanzó sobre ella y de un solo mordisco le arrancó una pata trasera. Tras ese ataque la pantera huyó hacia la espesura de la selva. 

La gacela sola y malherida volvió a subir a su acacia donde se durmió esperando no despertar. Sin embargo al cabo de dos días despertó. Su pata trasera seguía faltando pero contra todo pronóstico estaba viva, y su primer pensamiento fue que quería seguir viviendo. Su siguiente pensamiento fue para la pantera. Y para el tigre. Había empezado a llover y los miembros del conciliábulo no tardarían en volver. Un pensamiento extraño se apoderó de la gacela. Si hablaba con el tigre la pantera moriría instantáneamente. La justicia de la selva era inmediata y poco dialogada. Sin embargo la gacela venía de la sabana y allí las cosas se debatían, se pensaban, se hablaban. Ahora sabía que en la selva las cosas se resolvían rápido, pero tras las rápidas resoluciones sabía que surgían nuevos problemas. El asunto era complejo. La pantera representaba a todos los felinos medianos de la selva y la rápida resolución del tigre le podía poner a él en una situación complicada, por no hablar de la propia situación de la gacela. La gacela no tardó demasiado en decidir. Se mantendría en silencio. Un silencio denso y oscuro como la selva misma. Pensó que su silencio servía para conservar tres vidas que posiblemente valían más que toda la justicia de la selva. Las lluvias volvieron y los miembros del conciliábulo también. Todos.  Naturalmente preguntaron por su pata ausente pero ella explicó que la había perdido en un mal salto entre las raíces de los árboles del pan. Las miradas recelosas volvieron, pero nada más sucedió.

Pasó el tiempo y la gacela empezó a sentir que la selva no podía enseñarle nada más. Pero sentía que tras lo vivido tampoco la sabana le serviría. Se resignó a vivir cada vez más sola en el límite entre la selva y la sabana. Su silencio la fue cambiando poco a poco. Daba menos saltitos y su propia mirada, antaño tan inocente y limpia se iba volviendo desconfiada e incluso un poco amarilla. Cada noche subía a una acacia para dormir y con el tiempo dejó de ir al Conciliábulo. 

Una noche notó que allí donde había tenido su pata aparecía una pequeña patita. Pero lo más curioso es que no parecía una pata de gacela. Aquella noche durmió poco. Sin embargo cuando llegó el día el sueño la venció. Y así, poco a poco, empezó a dormir de día y a velar de noche. Al cabo de unas cuantas noches era evidente que aquella pata era de una ave nocturna. Sus ojos se agrandaron y pasaron a ser del todo amarillos. Tras las orejas, que se iban haciendo cada día más pequeñas aparecieron unas pequeñas plumas de color pardo. Y en unas semanas se había convertido en un pequeño búho. La gacela se conformó con su nueva apariencia aunque le parecía que seguía pensando como una gacela. Sin embargo, como búho cada atardecer volaba fuera de la selva y se posaba en la primera acacia que pertenecía a la sabana. Desde allí contemplaba la puesta de sol y veía al grupo de gacelas volver del río para acostarse juntas. Le gustaba observarlas. Sus ojos de búho le permitían ver cómo dormían tranquilas todas juntas. También desde la acacia escuchaba los ruidos de la selva y reconocía el rugido del tigre y los gritos de los orangutanes, e incluso el ronroneo de alguna oscura pantera. Sentía que ya no pertenecía ni a la sabana ni a la selva. El pequeño búho pertenecía a la noche. Amaba su propio silencio, su observación de la sabana y su escucha de los animales de la selva, y sentía que desde la noche los conocía a todos. Era en el silencio de la noche donde hallaba explicación para todo, o más bien donde simplemente no necesitaba explicación.

Cuando salía el sol,  daba dos saltitos para comprobar que tenía sus dos nuevas patitas, mientras recordaba su naturaleza original. Y cuando salía el sol se dormía tranquila, feliz de poder observar y escuchar a los animales de la sabana y de la selva, acompañada de un pequeño búho que también descansaba en la acacia del límite entre los dos mundos.»

Mujeres

cus i elisabet

Mi querida Elisabet C. con quien comparto tribulaciones en la construcción de una utopía silenciosa me dejó el otro día el libro Monjas, de Laia de Ahumada. Carme Riera, que escribe el prólogo, ya anuncia cómo el estereotipo monjil no obedece a una realidad que es fascinante y oculta. Esta realidad se va mostrando en todas y cada una de las 20 mujeres valientes, buscadoras y para nada monjiles, en el peor sentido del adjetivo, que van apareciendo página tras página. Mujeres cultas, herederas de Hildegarde von Bingen o de la Doctora de la Iglesia, Teresa de Jesús, que han hecho de su búsqueda más íntima una forma de vivir en y para el mundo, que merece ser glosada, no una, sino muchísimas veces.

Con mis alumnos de historia, entre muchas otras cosas, intento (bien acompañada por dos mujeres fuertes) que descubran porqué la mujer es la gran ausente de los libros de historia (que no de la Historia en sí misma). Investigan sobre Rosa Parks, Irene Semler o Marie Curie, y sobretodo ellos, los alumnos varones, muestran sorpresa y desconcierto al descubrir la larguísima e injusta invisibilidad mujeril. De momento lo dejamos en el descubrimiento intelectual, a la espera de que la experiencia vivencial, les lleve a la construcción de un mundo más justo.

Mientras leo Monjas pienso en Flavia Julia Helena, madre de Constantino y principal hacedora de la conversión del Emperador. Esa conversión supuso el cambio que llevó del mensaje universal a lo institucional y concreto. El camino de lo espiritual a lo religioso. La salida de la catacumba para llegar a la catedral. En ese camino la Iglesia ganó poder, influencia, tierras y riquezas, pero  también perdió algunas cosas. Seguro que Flavia Helena, más adelante Santa Helena, nunca pensó que la conversión del Imperio Romano a través de la conversión de su propio hijo, supondría el abandono de una primera etapa del cristianismo donde las mujeres vivían y anunciaban la fe en un plano de igualdad, que más tarde desapareció. La sumisión de las mujeres en la vida eclesial durante siglos y siglos, será una muestra más de la sumisión genérica, atávica y universal de un género a otro.

Cuando me pongo a pensar en términos históricos, me sorprende y ofende, me sorfende(?) profundamente cómo una injusticia puede durar tantos y tantos siglos. Estamos ya en el siglo en el que nos vamos a ocupar de verdad del medio ambiente, no habrá más remedio….y me planteo cuántas luchas, batallas, logros han sucedido ya, mientras perdura la injusticia contra la mitad de la humanidad. Posiblemente la mitad más interesante, posiblemente la más genuinamente humana, la que pare y ama sin límite a su prole, la que encarna de verdad ese mensaje que Flavia y su hijo Constatino convirtieron en mensaje preponderante para una parte importante de la humanidad de aquel momento. Cuántas batallas ha ganado la humanidad y ¿cuántas deberemos ganar antes de que las mujeres ganen la suya, aquella en la que obtienen el lugar que verdaderamente les corresponde?

Volviendo a Monjas, leo con placer a Berta Meneses, monja filipense y maestra zen, además de profesora de matemáticas, divulgadora y bastantes cosas más. Y justo en la página 32 surge el texto que estaba necesitando. La entrevistadora le pregunta:

Conseguir armonizar la meditación y la vida cotidiana no es fácil:

«En un momento dado le dije a Willigis, mi maestro: «Veo claro que no puedo continuar en la escuela; todo el mundo me reclama a todas horas, estoy en todos los fregados, y esto no es bueno para mi ego, porque se siente importante y yo sé que cuando éste muera totalmente, Dios será totalmente» Y él me hizo ver que esto era un montaje de mi ego: «Se trata de que el místico esté encarnado en la vida cotidiana que le toca vivir; por tanto, ¡nada de dejar la escuela! Si te quieres liberar de alguna asignatura para tener más tiempo, de acuerdo, pero nada de estar fuera del mercado; es en el mercado donde debemos estar. Lo demás son imaginaciones que se monta nuestro pequeño ego» Y ahora, visto en perspectiva, sé que tiene razón. Se trata de que en el día a día puedas tener una mirada interna que te permita este espacio de percepción diferente de la realidad. Esto necesita meditación diaria, y mercado. «

Así pues, gracias Elisabet, Laia, Carme, Helena, Berta, Cristina…gracias mujeres del mundo, por las palabras y los silencios, por estar en el mercado y no desistir, por parir y por amar, por escribir y investigar, por encarnar mejor que nada ni nadie la injusticia por la que hay que seguir luchando.

Evagrio 2.0

evagrio

En el siglo IV, un hombre nacido en la región italiana del Ponto decidió retirarse al desierto egipcio para practicar la oración continua. En la tradición ortodoxa, surgida en los desiertos de Egipto y Asia Menor, y que hoy perdura en el Monthe Athos, la búsqueda de la apatheia, la paz del alma, es el mayor de los logros al que un humano puede aspirar.

Evagrio Pontico, el hombre del Ponto, también conocido como Evagrio el Solitario, discípulo de Melania la Anciana, y a su vez maestro de muchos otros padres del desierto, fue capaz en el siglo IV de definir, sistematizar y analizar con una claridad quasi-neurocientífica, las pasiones que esclavizan al hombre.

Evagrio, de amplísima educación clásica, tutorizado por Basilio el Grande y Gregorio de Nisa, había vivido mucho y de forma muy intensa antes de retirarse al desierto. La decisión de retirarse, la tomó tras sufrir una larga enfermedad que, como ha sucedido a muchos en otras tantas ocasiones a lo largo de la historia, le llevó a reflexionar sobre el sentido de su propia vida.

En su retiro de la vida mundana quiso recoger los apotegmas de los padres y madres  del desierto (Abbas y Ammas) que le habían precedido. Pero él mismo quiso añadir algún contenido y sentido a la vida en el desierto y profundizó en las dificultades de los eremitas en su camino contemplativo.

La vida cenobítica del desierto en el siglo IV era bastante distinta a como nosotros nos  la imaginamos. En el siglo IV cada eremita vivía en solitario, o si tenía patrimonio, podía llegar a disponer de un sirviente. Su vida se centraba en la oración y el trabajo manual, pero en algunos casos, el estudio podía ser una parte muy importante de la vida contemplativa. Sólo una minoría cultivada podía leer y escribir, ya que la mayoría de los retirados al desierto eran analfabetos, antiguos esclavos e incluso delincuentes. De vez en cuando los eremitas se juntaban para celebrar la Eucarístía, y de esa necesidad de celebración conjunta, surgirán los primeros monasterios.

Evagrio, consciente del valor de la palabra simple, procuró escribir sobre las pasiones de forma clara y sencilla, siempre con la vocación de ayudar a aquellos hombres y mujeres del desierto que buscaban a Dios desde la pasión y no desde la razón.

Así, Evagrio, con su vasta formación clásica habló de logismoi y phantasmata, los pensamientos, sentimientos e imágenes que apartan a los hombres de la verdadera contemplación. El contemplativo debe superar las pasiones estando atento a sus pensamientos y emociones. Evagrio, con su inteligencia sistemática fue capaz de regalarnos el catálogo de los logismoi y phantasmatas de todos y cada uno de nosotros. Por desgracia, el pensamiento neoplatónico acabó convirtiendo su catálogo de humanidad en una lista de pecados, que pronto se verían asociados a la culpa y no a la redención.

Volviendo al fabuloso catálogo de Evagrio, os ruego lectores que en este instante intentéis abandonar el peso de la moral  y la historia de la religión, y os dejéis poseer por un nuevo significado para las palabras gula, lujuria, codicia, ira, melancolía y pereza. Leedlas del mismo modo en que leéis rojo, café, grande o conjuntivitis. No las dotéis de peso moral y observadlas simple y amorosamente como características de las personas, como adjetivos que nos definen del mismo modo que rubio o alto. Leedlas sin dejar espacio a la moral y la culpa.  Y desde esa lectura entenderéis que hemos sido creados para conocernos y de este modo conocer a los otros. Para amarnos y desde este lugar amar a otros. Amarnos con nuestros adjetivos, seamos altos o lujuriosos, iracundos o pequeños. Las categorías de Evagrio no pueden servir para hundirnos, sino para elevarnos y aspirar a trascendernos.

Y ahora viene verdaderamente lo mejor. Mi admirado Evagrio no sólo supo definir las piedras del camino, sino que nos regaló concretísimas  y claras instrucciones para superarlas. Así, las pasiones esenciales (la gula, la lujuria y la codicia), las que nos conectan con nuestra naturaleza animal y con la estricta supervivencia, pueden superarse a través del ayuno, la austeridad y la generosidad. Hasta aquí, nada especialmente difícil. El resto de las pasiones, fruto de los phantasmatas mentales y emocionales, se superan con la práctica de la contemplación. Es en la contemplación de lo interno y lo externo, donde puede superarse la condición fangosa de lo humano. Es en el silencio, donde se puede trascender la limitación de las pasiones para intuir la naturaleza real de lo Humano.

El otro día, Gloria D., compañera de meditación se preguntaba ¿qué pasó para que toda la sabiduría del desierto se perdiera?. Más allá de razones históricas, ideológicas, circunstanciales o políticas, sin duda la pequeñez humana lleva a que la verdadera realización de hombres y sociedades sea algo más aspiracional que real. Pero precisamente en mantener la aspiración, radica también la grandeza del hombre, que persiste por los siglos de los siglos en buscar cómo trascenderse a sí mismo.

Si Evagrio pudiera ver el uso que se dio a su nítida explicación de lo más profundamente humano estoy convencida de que la destruiría inmediatamente, prefiriendo la ignorancia del mundo a la prostitución de su sabiduría. La consideración herética que la iglesia de occidente hizo de algunas de sus ideas, también fue un factor importante en la práctica desaparición de la sabiduría del desierto.

Releer a Evagrio, a Juan Casiano o Antonio Abad en el siglo XXI es una fascinante forma de volver a las fuentes originales, y posiblemente una forma de trascender lo individual para llegar a lo universal.

Sabiduría del Desierto 2.0

Бела Хaймовна Эйдус (Bela)

Bela Jaimovna ha muerto. Murió el 10 de agosto en Moscú. Tenía 85 años y era mi amiga. El día de Navidad faltó su llamada. Qué Navidad extraña sin esa llamada. Durante 25 años la llamada no había faltado nunca, y esa ausencia no auguraba nada bueno. Nuestra amistad se destiló a lo largo de estos 25 años, en llamadas alegres o no tan alegres, pero en las que el afecto cruzaba continentes gracias a su voz jovial y una alegría de vivir incomparables.

Bela Eidus, era judía, hija del Cónsul de Rusia en la Cochinchina francesa, cuando estalló la revolución en 1917. Tras la Guerra Civil nunca más vio a su padre, deportado por judío. Su hermano Lázaro también fue deportado al gulag, por la misma judía razón. Bela y su madre fueron deportadas a Asia Central, donde coincidieron con Anna Ajmatova.

De esa época reproduzco una de las más bonitas historias de resistencia que Bela me explicó. En su tiempo deportadas, vivían madre e hija en una habitación, de cuatro paredes, en la que había tres muebles: una mesa, una cama que compartían madre e hija y un piano, que solo tocaba la madre. Cada mañana cuando Bela iba al instituto, donde destacó como buena estudiante, la madre se quedaba en casa sin demasiada ocupación. Por la tarde los tres muebles habían cambiado de ubicación. La única ocupación de la madre era mover esos tres muebles, para sorprender a Bela con algo. Según Bela, la sorpresa diaria sobre la combinación de los tres muebles arrimados de forma distinta a las cuatro paredes, le insuflaba ilusión en un mundo donde resultaba difícil mantener simplemente una vida digna.

Lázaro, el hermano de Bela escapó del gulag con cinco compañeros. Llevaba más de diez años en prisión (un gulag es una prisión sin puertas ni vallas, sólo separada del mundo por el frío y la soledad) y según contaba él, tras tanto tiempo allí la única opción era la muerte, en el gulag o escapando de él. Tardó casi tres años en llegar a Israel, en un trayecto también plagado de muerte, huyendo campo a través, pescando, navegando, sobreviviendo contra todo pronóstico. Sólo llegaron dos de los seis que habían salido. Tardó siete años más en poder comunicar a su hermana que estaba vivo, fuera del gulag, fuera de la Unión Soviética. A salvo en Jerusalén. Para entonces la madre de Bela y Lázaro ya estaba muerta. Cuando Bela y Lázaro se reencontraron en el Moscú post-comunista, hacía más de 40 años que no se veían. Siempre me impresionó mucho la devoción con la que Bela hablaba de su hermano. Y la devoción que Lázaro sentía por Bela.

Tras su etapa en Asia Central, Bela y su madre pudieron volver a Moscú (sin el piano…). Allí, mi amiga se dedicó a estudiar español, al más alto nivel posible en esa Unión Soviética cerrada y aislada del resto del universo. Bela hablaba un castellano cervantino, con giros casi medievales. Pero más que correcto, sobretodo para una persona que nunca había podido moverse libremente, ni tan siquiera por la ciudad de Moscú. Era profesora asociada de castellano en la Universidad Lomonosov, y sin duda, si en su pasaporte no hubiera constado su condición de judía, hubiera sido jefa del Departamento, o quién sabe si de la Universidad entera. Su capacidad de trabajo, su amor por los alumnos y su pasión por la lengua la hubieran convertido en alguien grande en cualquier país normal.

En el año 1976, como un gran privilegio y muestra de confianza hacia ella por parte del sistema, Bela hizo de guía y traductora para un grupo de profesores universitarios españoles entre los que se encontraba quien, 15 años después, sería mi profesor de geografía humana y hacedor del encuentro entre Bela y yo.

En el año 1991 partí hacia Rusia con la dirección de Bela en mi bolsillo. Nikoloiamskaia ulitsa, 45, apartamento 5. Tardé casi un par de meses en coger carrerilla y contactarla. Mi juventud e inexperiencia me hacían ver la visita como un compromiso adquirido por otra persona y que yo debía cumplir a regañadientes y por obediencia debida. Una vez nos conocimos, la cosa cambió por completo. Bela tenía 65 años y yo 21, pero nada fue ya igual para ninguna de las dos.

Muchos domingos por la tarde me acercaba a su pequeñísimo apartamento donde vivía con su compañero Pavel Frenkel, judío moldavo y persona peculiarísima. Pequeño y robusto, Pavel significaba la vida, frente al sueño intelectual de Bela, siempre más interesada en aprender y leer que en comer. Ambos configuraban una pareja muy bien mal avenida. Discutían sin cesar pero era evidente que no podían vivir el uno sin el otro. Gracias a Pablo/Pavel, Bela y yo podíamos tomar el té en la cocina más pequeña del mundo, y por unas horas nos daba igual que la Unión Soviética se hundiera. Yo nunca me cansaba de escuchar sus historias y ella siempre quería saber palabras en castellano, cosas de Barcelona o del mundo. Al principio yo no me daba cuenta, pero poco a poco observé que mis explicaciones eran como aliento vital para ellos, Pavel y Bela. Rusia me parecía un lugar irreal, pero esa era la única realidad que habían conocido Bela y Pavel. Y yo era la ventana a otro mundo.

Hoy recuerdo esas conversaciones como algo casi sagrado. Sus silencios y los míos, sus palabras y las mías,  fueron la perfecta comunión de dos mundos desconocidos. Nuestros tés en la cocina se fueron haciendo cada vez más y más largos, de tal forma que Pablo me tenía que acompañar de vuelta a la residencia de estudiantes. Caminábamos por el cinturón, el «koltsó», enhebrados brazo con brazo intentando no resbalar con las placas de hielo. Caminábamos en silencio, escuchando el crujir de nuestras botas sobre la nieve. De vez en cuando Pablo me preguntaba: ¿eso que has explicado sobre XXX es realmente cierto?. Podéis poner lo que queráis en la XXX porque lo que Pablo necesitaba era creer que había un mundo mejor, una vida mejor más allá de su mundo conocido. Recuerdo muy bien su mirada, esperanzada e intensísima, poniendo toda su capacidad de ilusión en mis palabras. Por aquel entonces Pablo tenía casi 70 años, pero en esos paseos parecía que tuviera 15.

Hoy he llamado a Moscú. El teléfono de Bela daba señal, pero nadie ha contestado. Bela llevaba seis años sin salir de casa. Impedida y casi ciega, mantenía este mes de julio su tono jovial, alegre por encima de lo humano. Una asociación de ayuda judía le pagaba una asistenta de Asia Central a la que Bela estaba enseñando español. En la última conversación, Bela me dijo que estaba muy orgullosa de los avances de su asistenta con el idioma. Bela era primero profesora, y luego persona. Persona única, maravillosa, profundamente inspiradora.

En el año 1993, Bela salió por primera vez de Rusia gracias a una invitación formal  y un visado que tramitaron mis padres a petición mía. Una vez en Barcelona, Bela llamó a Pavel desde el teléfono del pasillo, y entre risas y gritos le dijo: Pablo, todo es verdad! !Todo es verdad! La verdad se había revelado, y nuestros mundos se habían unido para siempre.

Hoy Belochka no está, pero doy gracias por haberla amado y haber sido digna de su afecto.

shalom

Història natural

Durant molts segles les coníferes dels boscos d’Aragnouet van servir per construir els màstils dels més grans vaixells d’Europa. Naus, caravel.les i galeons es movien gràcies a la duresa i rectitud de les coníferes d’aquests boscos.

Entre els segles XVI i XVIII els habitants d’aquesta comarca cuidaven aquests boscos comunals amb l’objectiu de vendre aquesta fusta tan peculiar i preuada. Els vaixells amb aquests màstils tant servien per traficar amb esclaus com per transportar espècies de les Índies Orientals, o enfrontar-se en enormes batalles, on es decidia el destí de nacions senceres.

Avui, passejant pel bosc, m’he tornat a meravellar amb aquests pins majestuosos, que al segle XXI s’han convertit en reclam turístic. El màstil, que també es pot dir arbre major, permet fer avançar les naus, que ben dirigides poden arribar a bons ports. Avui, entre pins rectes reflexiono sobre la necessitat de bons màstils, bons capitans i ports desitjats. Vull pensar que malgrat a vegades no ho sembli, la humanitat va prosperant. Sempre amb molt d’esforç.

I en tot cas, que no se’ns oblidi donar les gràcies als habitants de la regió, que segueixen cuidant del bosc, encara comunal…

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De l’amor

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Estimeu-vos l’un a l’altre, però del vostre amor no en feu un nus:

que hi hagi un oceà en moviment entre les ribes de les vostres ànimes.

Ompliu la copa del company, però no en beveu només d’una.

Doneu-vos pa, però no d’un sol pa.

 

Canteu i danseu i sigueu alegres, però deixeu que cadascú de vosaltres estigui sol,

perquè les cordes del llaüt no es toquen, però tremolen amb una sola música.

Entregueu el cor, però no per a que l’altre el guardi,

perquè només la mà de la Vida el pot contenir.

 

I estigueu junts, però no massa a prop junts:

Perquè les columnes del temple es distingeixen,

i el roure i el xiprer no creixen a l’ombra de l’altre.

 

 

Khalil Gibran جبران خليل جبران

(traducció C. Domínguez)