Un ciudadano formado y crecido en democracia debería tener por costumbre sospechar del poder. No porque no sienta el poder como algo necesario, sino porque conoce de su poder transformador en quien lo ejerce. La carne humana es débil, muy falible. Sólo unos pocos, poquísimos en realidad, pueden contemplar esa debilidad. Y contemplándola, amarla para trascenderla de algún modo. Hablo de Mandela, de Luther King y también de Greta. Aunque hay quien ve tras ella alguna sombra en forma de intereses familiares, lo que ella dice incorpora un bien mayor para la Humanidad entendida globalmente.
Corren tiempos difíciles en los que aflora mucha debilidad. Quizás porque en realidad no somos ciudadanos realmente formados, e incluso no hemos crecido en verdadera democracia. No en su acepción clásica. Votamos cada tanto, y volvemos a lo nuestro, pensando erróneamente que de lo colectivo ya se ocupará otro. Eso es sólo una parte de lo que significa ser ciudadano.
Pero aún con nuestra debilidad, la Humanidad, como un ente vivo y global sigue luchando por sobrevivir. Eso es lo que hacen los seres vivos.
No olvidemos que el COVID es un virus. Y Strictu sensu, en términos biológicos, un virus no es un ser vivo. Es un agente infeccioso acelular que sólo se multiplica dentro de las células de organismos vivos. Así, los vivos luchamos contra algo que no está vivo. Pensad en eso un minuto. O un poco más si lo necesitáis, para reconfigurar bien dónde debemos apuntar.
Y además de luchar contra algo no-vivo, como especie aún nos quedan otras batallas que librar. La inconsciencia, el egoísmo, el no sentirnos tribu, la falta de respeto por la tierra que pisamos, la brutal desproporción en el acceso a los recursos (limitados!), la falta de respeto y cuidado por los más débiles, y finalmente, la falta de respeto contra nosotros mismos. Los términos bélicos, poco afines a la posmodernidad líquida, forman parte de nuestra historia como especie, y por si acaso, añado la cita de Paul de Kruijf, y su libro «Cazadores de microbios» donde se recoge la lucha del hombre contra todos los patógenos que a lo largo de la Historia nos ha acogotado, desde la peste, al cólera, el sarampión, el SIDA y claro que sí, también el COVID-19. Somos cazadores, luchadores en un ecosistema tensionado en exceso. Pero el virus no sabe de libros, ni de palabras, ni de metáforas. Le importan un carajo. Así que nos tendremos que poner de acuerdo en qué batallas queremos libras y cuáles vamos a obviar.
Desde que bajamos de los árboles, a los que subimos huyendo de una sabana llena de carnívoros, luchamos como especie para mejorar nuestras condiciones de vida. Y con los años, y muchísmos esfuerzos de los que nos han precedido, nuestras condiciones de muerte.
Ante las puertas de esta pandemia, hay que mantener las manos limpias, los pies firmes y el pensamiento elevado.
Primero pensamos en nosotros mismos, luego en los que tenemos cerca (la familia, los vecinos, los amigos). Pero no paremos ahí. El barrio, mi ciudad, mi continente, el mundo entero. Evito expresamente hablar de los Estados-nación, una convención surgida en la Edad Moderna, que a día de hoy puede ayudar en lo logístico, pero no tanto en lo Humano con mayúscula. Pero hay que pensar en todos esos círculos y actuar consecuentemente.
Desde mi bonito piso en una bonita ciudad pienso en los Bush y la Texaco, en la fortuna de Putin. Pienso en la familia real de Arabia Saudí. Pienso en los brokers del mundo entero. No puedo no pensar en todos los refugiados del mundo, en todas las mujeres de la historia y en las que hoy son mis compañeras, y vuelvo a mi ciudad pensando en el vagabundo que duerme en el portal. Pienso en las densas ciudades de la India y en Elon Musk y su colegio para sus hijos y unos pocos amigos. Pienso que en general vivimos en un mundo bastante dislocado, pero persisto en mirar a la Humanidad con la esperanza de los grandes maratonianos. A veces hay que ir al esprint, pero esto es una carrera de muy largo recorrido.
Como historiadora repaso implacablemente los datos que conozco, y vuelvo una vez y otra, a los felices años 20. Los de hace cien años.
Tras la Primera Guerra Mundial, y la pandemia de gripe española que se llevó por delante a más de 60 millones de humanos, llegó la década de mayor crecimiento económico absoluto de toda la historia. El fin de la guerra nos legó el estrés post-traumático como concepto, y de paso un escenario de reconstrucción de un continente, Europa, sin precedentes. En esos años se forjaron vía créditos, obras públicas y producción fabril, algunas de las grandes fortunas que llegan hasta nuestros días. Y en esa orgía de crecimiento, la semilla de la especulación arraigó bien fuerte. Todo el mundo quería enriquecerse. Rápido. Todo el mundo compraba y vendía acciones, en un mercado poco o nada regulado. Y así llegó el Crack del 29, la pobreza, el paro, el hambre y el populismo. En ese caldo crecieron Mussolini, Hitler y el nacionalismo de esos estados modernos con sus fronteras y su afán de repartirse las riquezas del mundo. Alemania se había quedado fuera del reparto colonial y quería su trozo del pastel. Golosina envenenada para la Humanidad entera. Identidad, ejército, poder, recursos y mercados. La 2a Guerra Mundial, la Guerra Fría, la de Corea, la de Vietnam, la de Afghanistan, la de Irak y señoras y señores, estamos ya en Siria. La guerra de los datos, aquí y ahora. Hola, soy la historia llamando a su puerta.
Venimos de muy lejos y muy atrás. Pero no deberíamos ir a ninguna parte sin preguntarnos cómo y con quién. Cómo queremos seguir yendo. De qué manera.
Yo no voy a ninguna parte si no es con ciudadanos solidarios, conscientes de que cada acción forma parte de un escenario muchísimo mayor, vasto y complejo, pero del que queramos o no, formamos parte.
Lavaos las manos, sed prudentes; sed pacientes; sed amables. Colocaos en los zapatos del otro antes de hablar. Y antes de hacer. Vivir es un verbo para honrar. Y pensar es un verbo necesario.
Juntos vamos más lejos. Y también vamos mejor. Respirad. Respirad hondo.